jueves, 1 de octubre de 2009

LA CARTA

Querido papá:
No creo deberte nada más que unas cuantas gotas de semen depositadas en la fría vagina de una madre que no conocí. Eso no puedo devolvértelo, pero si puedo devolverte parte del mal que me has hecho.

Te he amado como a nadie, has sido para mí un Dios, una doctrina, me he considerado parte indisoluble de ti y al arrancarte de mí parte de mi alma se va contigo, pero es una parte que aborrezco y que me arrepiento de haberte entregado.

Podría darte mil razones para lo que voy a hacer pero no vale la pena esperar que lo comprendas porque tú eres un amoral. Para ti no existe nada respetable, nada digno, nada que merezca ser protegido, ni amado, ni siquiera yo. Que terrible decepción, que sufrimiento insoportable fue aceptar que tampoco yo era especial para ti. Que he sido siempre el instrumento, el verdugo, el medio para conseguir un fin.

No supe hasta hace muy poco que no era habitual que un padre hiciera el amor con su hija. Siempre me has mantenido alejada del mundo y sus costumbres.

No sabes cómo me gustaría pedir perdón a toda la gente que he herido llevada de mi amor por ti. Recuerdo con gran tristeza esa familia destrozada por el dolor a causa de su hijito perdido. Siempre creí que me decías la verdad cuando me asegurabas que lo habías devuelto sano y salvo. Ahora sé que el paquete que mandé por correo siguiendo tus órdenes eran los despojos de esa criatura y total ¿para qué?, por unos cuantos miles de euros que luego dilapidaste con alguna ramera ¿o quizás pagaste los favores a algún muchacho poco escrupuloso? Porque ahora sé que lo mismo te da penetrarme a mí que penetrar la intimidad fecal de un hombre.

A ti te debo mi ceguera, a ti te debo mi pie deforme, a ti las llagas que cubren mi espalda, a ti las profundas cicatrices que se entrecruzan en mi rostro.

Ya cuando nací creíste que te había fallado, además de cargar con un recién nacido tenías que aceptar que fuera una niña. Mi madre, supongo que una pobre puta que servía a tus propósitos, tuvo la delicadeza de morirse en cuanto me parió. Si mis primeros años fueron felices es algo de lo que no tengo recuerdo ni consciencia. El primer recuerdo que tengo es tu rostro muy cerca del mío, examinando con interés mis párpados y murmurando juramentos, luego tus expertos dedos recorrieron mi cuerpo y ya entonces tus caricias me relajaron. No pasó mucho tiempo antes de que aprendiera el difícil arte de satisfacer tus deseos sexuales, utilizando para ello mis manos, mi boca, pero no mi vagina. Yo no lo sabía entonces pero mi virginidad fue conservada intacta por razones económicas. Esa fue la primera vez que la inversión que habías hecho al conservarme a tu lado empezó a dar frutos.

Conservo vivo el recuerdo de un hombre viejo, cargado de joyas, cubierto con una especie de túnica y de oscura piel, relamiendo sus gruesos labios en tanto tú le explicabas las excelencias del producto,
- Es joven pero experta, sabe cuánto hay que saber, y no hará ascos a cualquier proposición que usted le haga, ya sé que el precio es alto, pero debe tener en cuenta que es virgen y eso hoy en día vale dinero.
Luego cuando la parte comercial quedó zanjada te volviste hacia mí, en tus labios bailaba una sonrisa pero tus palabras salían escupidas entre dientes, como siempre, y tu mano como un garfio apretaba mi infantil brazo clavándose en él, como siempre.
-Niña, pórtate bien ya sabes qué pasa cuando te portas mal.
Si, lo sabía y lo temía, temía ese punto rojo, incandescente, que moría sofocado contra mi piel, temía no poder contener el alarido que pugnaba por salir de mi garganta, temía el sabor a sangre que inundaba mi boca cuando mordía mis labios luchando por no gritar, tengo los pies constelados de quemaduras de cigarrillo, si, temía portarme mal y por eso no lloré, ni supliqué y permití que ese gordo seboso me desflorara y fui para él la mejor ramera, quedó tan satisfecho que quiso comprarme. Fue grande la tentación ¿verdad? Pero al fin pensaste que el futuro no tiene precio y creíste que yo sería un futuro acomodado para ti y lo he sido papá, lo he sido.

Dejar de ser virgen resultó ser la peor desgracia de mi vida. Hasta ese momento mi existencia había transcurrido idílicamente comparada con lo que vino después. Tú te habías preocupado de que mi cuerpo no sufriera las muestras de tus “enseñanzas”, querías que la fruta tuviera un aspecto sano, sin mácula, pero una vez roto el tabú, consideraste que debías exprimirme al máximo. Empezaste por probar lo que durante los primeros cinco años de mi vida habías guardado para otro; todavía no me había repuesto del espanto cuando tuve que complacerte a ti.
-Niña repite conmigo el numerito que has hecho con el señor.
Y yo repetí y repetí y he pasado la vida repitiendo escenas y numeritos y creando para ti nuevas experiencias, solo para ti, porque luego de que me abrasaras los ojos nadie más ha vuelto a acercarse a mí, yo no conozco mi aspecto pero imagino que debe ser repulsivo a tenor de algún comentario que he oído: “mira mamá” dijo una voz infantil “parece que tenga culos en lugar de ojos”, “mami” decía otra “¿esa chica hace caca por ahí?”

Yo era bonita antes de esa noche en que, borracho, me cegaste apagando a un tiempo tus cigarrillos y la luz de mis ojos.

Llegaste gritando como un energúmeno, maldiciendo al mundo y amenazando con horribles tormentos a quien se cruzara en tu camino. ¿Por qué se me ocurriría intentar ayudarte a llegar al catre? Tú eres grande papá y yo era muy chiquita, tropecé y caí arrastrándote en la caída. ¿Sinceramente crees que el castigo fue proporcionado al pecado? Mis ojos a cambio de unas motas de polvo en tu pantalón. Ese recuerdo visual es la última imagen que registró mi cerebro, tu rostro desencajado, espumeando insultos y un punto rojo acercándose a mí. Primero fue el ojo derecho y luego con toda tranquilidad prendiste otro cigarrillo “ya verás, puerca, ya verás” mascullabas, intenté huir pero el dolor y el miedo me tenían paralizada, cogiste mi cara con esa manaza enorme y una risotada me explotó en la cara al mismo tiempo que moría, entre aullidos de dolor, mi ojo izquierdo. Sé que me abofeteaste incansable y me gritabas que me callara, por suerte la inconsciencia me tomó en sus brazos y cuando desperté varios días después lo peor ya había pasado.

El tiempo ha pasado muy despacito, papá, la vida se me ha hecho muy larga, no tengo recuerdos visuales, pero mi memoria no ha dejado de registrar cada uno de los minutos que he pasado a tu lado.

Tengo anotadas en mi cerebro las causas y el proceso de cada una de las cicatrices que cubren mi cuerpo.

Por ejemplo, me cruzaste la cara con un cuchillo porque la sopa quemaba, no creo que tu de acuerdes pero yo sí. Como siempre estabas borracho, berreabas como un camello pidiendo que sirviera la comida para ir luego a acostarte, no tuve la precaución de comprobar la temperatura de la sopa, corrí cuanto pude procurando no tropezarme con nada y te la serví. Aún estaba inclinada sobre la mesa cuando te oí rugir “Perra, me has abrasado la boca” y sin darme tiempo a reaccionar me abriste un surco desde la frente hasta la mejilla. ¿Recuerdas cual fue tu comentario papá? “bonitas piernas, si señor” y tus carcajadas golpeaban mi espalda mientras corría al baño deseando morir, deseando matarte.

Soy muy fuerte papá, tengo una salud de hierro, no has conseguido quebrantarme, los castigos físicos me han endurecido y los síquicos me han avivado. Hace ya muchos años que no preciso la vista para orientarme y las tinieblas que me rodean se convierten en luminosa clarividencia en la intimidad de mi cerebro.

Te he pagado como he podido, en mi impotencia he aprendido a devolverte alguno de los males que tú me has infligido, por ejemplo las quemaduras en las manos te las hice yo en realidad. Yo no estaba, por lo tanto no pudiste culparme y durante el tiempo que tuviste las manos vendadas no pudiste pegarme, tus patadas siempre me pasaban lejos, tengo muy bien tomadas las distancias, y los salivazos no me afectan en lo más mínimo. Fueron unas semanas muy gratas, yo debía darte la comida en la boca y tú debías cuidarte de no atizarme para evitar que la comida te cayera encima, estabas a mi disposición.

Te voy a explicar ahora cómo te quemaste las manos, habías ido al pueblo y sabía que volverías borracho como siempre, dispuse todo conociendo tus costumbres para que al lavarte las manos te quedaran impregnadas de una cantidad suficiente de gasolina. Mezclé una buena dosis de ella con el agua de la jofaina, sabía que no te enterarías de nada, el olor a alcohol que impregna habitualmente tus fosas nasales es garantía de ello, luego confié en que prenderías un cigarrillo haciendo hueco con las manos, como siempre, el resto se produjo conforme a lo previsto ¡Qué feliz me sentí cuando volví a casa! Desde la puerta oía tus aullidos mientras el doctor te curaba. Borré de mi boca el gesto de satisfacción que afluía incontrolable y entré afectando pena y sorpresa. Esa noche pude dormir en mi camastro sola y sin tener que soportar tus repugnantes deseos sexuales.

Pero a pesar de todo algo perverso debe existir en mí porque seguía queriéndote, te temía, te odiaba pero al mismo tiempo me sentía incapaz de vivir sin ti.

Fue “aquello” lo que me hizo aborrecerte, lo que me hizo verte como en realidad eres: un monstruo infrahumano.

“Aquello” tú sabes a que me refiero. “aquello” que vivía dentro de mí, “aquello” que durante cinco meses me hizo creer en un futuro soportable. No pensaba abandonarte, al fin y al cabo era parte de ti también. No me importaba que fuera anormal, casi mejor que así fuera, porque no entendería ni aceptaría una madre como yo si hubiera tenido un cerebro normal. Yo pensaba cuidarle toda la vida, dedicarme a él y a ti. Tu ya eres viejo y cada vez tus golpes tienen menos fuerza, puedo incluso atrapar tu mano en el aire y evitar que caiga sobre mí. Os hubiera cuidado a los dos. Pero tú no pudiste soportar la idea de compartirme, ni siquiera con tu propio hijo; durante varios meses pude disimular la hinchazón de mi vientre pero al cumplir el quinto mes fue evidente que estaba embarazada.

Llegaste tambaleándote, rezumando alcohol y deseando sexo “Niña apúrate, ya limpiarás luego, ven aquí no me hagas esperar”, me tumbé en el catre sin encender la luz rogando al cielo que no pasaras tu mano por mi vientre y que la borrachera y la oscuridad fueran aliadas mías. Pero los dioses nunca escuchan mis súplicas. Esa vez si fuiste astuto, taimado y me engañaste bien. Te levantaste de la cama “tengo sed” me dijiste y yo no capté nada extraño en tu voz. Cuando volviste no me diste tiempo a reaccionar, me ataste las manos y los pies con una rapidez impropia de un borracho, en esta ocasión me alegré de mi ceguera, ver tu expresión en ese momento hubiera sido una experiencia demasiado cruel. El tono de tu voz era sibilante, la ira se colaba por todos los poros de tu piel
-¿Qué putita?, creías poder engañarme ¿verdad? Dime ahora que ese bastardo es mío. Anda dímelo. Perra, perra, perra.
Y con cada uno de tus insultos caía un golpe sobre mi vientre, no sé si me dolían los puñetazos o las patadas o si me dolían los retortijones que “aquello” producía dentro de mí. Lo sentía retorcerse como intentando evitar los golpes, aún hoy creo oír su voz en mi interior suplicando mi ayuda y yo no pude hacer nada, no hice nada para detener el torrente que se escurría por mis piernas. Cuando algo caliente y resbaloso salió vaciando mis entrañas, me desmayé.

Deseé ardientemente morirme, durante semanas anduve como una muerta, no sentía tus golpes, no llegaban a mí tus insultos y maldiciones. Luego reaccioné y supe que debía castigarte, que debía borrarte de la faz de la tierra. Me ha llevado tiempo prepararlo todo, años de paciencia, años de aprendizaje de las costumbres de esos tímidos animalitos que hoy van a ser mis ojos y mi venganza.

Ellas han sido mis únicas amigas, ellas han estado conmigo, han aprendido a respetarme y a comer de mi mano y les he enseñado a odiarte, les he traspasado mi odio, les hecho oler una prenda tuya y a relacionar ese olor con el dolor, las he mantenido alejadas de ti, creciendo en número y en odio, y hoy te las voy a presentar, hoy van a hacer su entrada en sociedad, no puedes luchar contra ellas, son demasiadas, matarás una y vendrán tres a ocupar su lugar, tampoco puedes escapar, he cuidado muy bien de dejarte encerrado. Ellas pueden entrar, tú no puedes salir. No van a matarte de momento, van a pasar días hasta que tú provoques tu propio fin.

¿Oyes ya sus patitas acercándose? ¿Oyes sus chillidos? Por si aún no has caído en la cuenta te informo que estoy hablando de ratas, mis amigas, las ratas.

Adiós querido papá.









No hay comentarios: