lunes, 23 de noviembre de 2009

ENEA (2)



Todavía receloso camina renqueando hacia una puerta al fondo de la lúgubre cochera. Abre y empieza a subir por una estrecha escalera de empinados peldaños. Ni por un momento ha dejado de estrechar a Enea contra sí.
Subiendo penosamente llega a un amplio salón. Espesos cortinajes cubren todas las ventanas. Un enorme candelabro esparce una tenue penumbra. En un rincón ricamente adornado hay un piano. Una partitura se abre su teclado que también abierto simula una enorme sonrisa desdentada con sus teclas negras como negros huecos.
El ser se acerca a un pesado sofá de negro terciopelo y deposita con ternura su fría carga. Se arrodilla junto a ella, coloca las lacias manos sobre el femenino regazo, peina los cabellos con sus torpes zarpas y finalmente forzando su timidez pasa sus dedos sin uñas por la tensa piel del rostro de la mujer.
Pasa las horas. El engendro despierta del sueño agitado que le mantenía junto al cadáver, acurrucado y con la cabeza apoyada al lado de cabeza muerta.
Parece presa de una gran excitación. Mira con ojo vigilante la expresión de la mujer. Una infame tirantez empieza a dejar entrever los níveos dientecitos. Hay que darse prisa. ¡Maldita vieja, tu guadaña ha segado esta vida en flor y ahora quieres apresurar su destrucción pero no te lo voy a permitir! No ha pronunciado una sola palabra pero su pensamiento parece tomar forma en el pesado ambiente del salón.
Correría si pudiera hasta su laboratorio situado en las habitaciones del piso superior, pero su inútil pierna se lo impide, sólo consigue arrastrar su informe cuerpo con desesperante lentitud. Al fin ya arriba frente a una puerta de sólida construcción, sin tomar el aliento que ha perdido en la ascensión por la escalera, irrumpe en la habitación, ésta se halla repleta de burbujeantes redomas y humeantes vasijas.
Mezcla líquidos, combina, gotas de aquí, gotas de allí. No consulta ningún libro, Trabaja rápido y con seguridad. Unos minutos han bastado. El bebedizo que contiene la dorada copa obrará el milagro.
Todavía resuella cuando inicia el retorno a la sala donde reposa Enea. Ya se halla junto a ella. Deposita en el suelo la copa y rebusca en su deshilachada chaqueta. Una preciosa cucharilla cuajada de gemas aparece entre sus retorcidos dedos.
Toma de nuevo la copa y recoge unas gotas del preciado líquido con la cucharilla. Su pulso tiembla pero no derrama ni una gota. Apoya levemente la cuchara en la boca muerta y derrama el líquido en ella.
Repite esta acción hasta que la copa queda vacía. Luego se retrae y se aleja hasta el rincón más oscuro de la sala. Se deja caer en un sillón y fija su mirada en el sofá y en el cuerpo que sobre él reposa.
El tiempo parece detenerse. El engendro contiene el aliento. El silencio es total.
¿Un movimiento? El ser aguza la vista, es difícil penetrar la oscuridad en que se desarrolla la escena. Pero sí. El ser observa con fervor los torpes movimientos que ejecuta una de las manos de Enea.
Si pudiera gritaría su alegría pero la naturaleza no le otorgó la gracia de unas cuerdas vocales con las que modular hermosas frases de amor, ni tampoco una lengua, es un engendro una carcasa vacía. Se retuerce las manos convulsivamente. El proceso se ha iniciado.
Enea parpadea no consigue abrir los ojos completamente. Levanta una mano que cae de nuevo pesadamente, son manos muertas, manos de blanquecina piel, manos de uñas violáceas, toda ella conserva la impronta de la muerte.
Su rostro es esperpéntico a pesar de su hermosura. Sigue siendo una belleza pero produce repulsión. Profundos surcos rodean sus ojos muy hundidos en las cuencas. La lividez del rostro espanta. Y sus labios. ¡Oh! Esos labios que antes invitaban al beso, ahora mantienen un rictus que más parece una mueca de dolor que una sonrisa. Están distendidos, permiten adivinar la perfecta dentadura tras ellos, pero se diría que están próximos a desgarrarse de tan rígidos que se mantienen. Y lo más terrible es el olor. Un olor penetrante que invade la estancia y se filtra en todos los rincones. Olor a tierra podrida, a tumba, a muerte.
El ser aspira fuertemente ese olor. No le importa. Se da cuenta de que ha tardado demasiado tiempo en revivirla. Su pócima devuelve la vida pero mantiene los síntomas de muerte que ya se hayan instalado en el cuerpo.
 El ser sabe todo esto, como sabe también que Enea ha perdido su capacidad de raciocinio, será una especie de vegetal para el resto de sus días.
Enea se incorpora, mira al frente, su mirada está vacía de significado, su mente no hilvana ningún pensamiento.
El ser se sitúa con temor donde ella pueda verlo, ella le ve,  le mira, le observa y no reacciona. Su mirada sigue clavada en él, no muestra ningún signo de rechazo.
El engendro solloza y cae postrado de rodillas frente a ella, recoge la punta del sudario y lo besa, unos granos de tierra se pegan a su boca, levanta la vista y tira del ropaje que cae livianamente al suelo a los pies de Enea mostrando su total desnudez.
El ser posa una mano sobre el pecho de la mujer que le deja hacer sin mover un músculo.
Una incontenible alegría recorre las venas del engendro ¡Por fin! Alguien acepta su fealdad, su horror, no será amado, pero amará, cuidará de una mujer y esta no le rechazará. ¡El mundo le ha negado hasta ahora y ha sufrido como nadie puede llegar a comprender, pero ya no importa! ¡Él rechaza al mundo! ¡Él niega la existencia del mundo, no existe más que lo que encierran las paredes de su casa!
Pero el destino está escrito en el cielo y en las olas del mar y en las rocas del camino y ese cruel e irónico destino ha llevado los errabundos pasos de un hombre hasta una estrecha rendija entre los espesos cortinajes de las ventanas.




ENEA (1)



El cancerbero cierra las rejas del cementerio. La jornada ha sido particularmente inactiva. Sólo tres nuevos inquilinos han llegado para ocupar sus últimas y definitivas moradas.
Después de que las cadenas afirmen la cancela de entrada un silencio mortal ocupa el lugar. Es un silencio palpable de tan espeso. Un perro quizás llorando a su amo muerto, ulula levantando el hocico. Un lamento largo, triste.
Algo rebulle detrás de una lápida. La oscuridad nocturna, levemente rasgada por unos tímidos rayos lunares, envuelve unos furtivos movimientos. Un roce metálico altera el silencio. Los habitantes de tan lúgubre hotel no sienten su largo sueño alterado. Tampoco los restos mortales, ahora visibles, de una hermosa mujer sufren por la violación a que son sometidos. Es carne muerta, carne que empieza a incubar otra vida en su interior; gusanos.
Muy a lo lejos unos alegres sonidos imprimen a la escena que se desarrolla ante nadie, un aire aun más irreal, Un bulto, que recuerda a un hombre, trabaja afanosamente. La hermosa mujer es izada de su ataúd. Sus brazos caen lacios a los costados. El sudario, de blanca seda, se mece a impulsos de la suave brisa. Sus largos cabellos color oro viejo acarician la tierra recién removida. Un largo beso cubre los labios muertos, el frio marmóreo no arredra al hombre que deposita otro beso en las mejillas del cadáver.
Con furtivo caminar se aleja de la tumba que en nada demuestra haber sido abierta. Flores frescas se apoyan en la lápida que reza la siguiente inscripción:
Enea, bella y dulce esposa
De mi amor acompañada
En tanto me esperas, reposa
Tu amante esposo
Los cascos del caballo esparcen ecos en la noche negra, un carruaje se aleja envuelto en sombras mientras por la entornada ventanilla la punta de un sedoso sudario parece despedirse al camposanto.
Con su carga a cuestas trota el caballo aguzado por su conductor que parece ansioso por llegar a su destino. Pasa el tiempo y el amanecer con sus largos brazos abre el horizonte pugnando por salir a saludar al mundo e iluminarlo de luz. Una alondra anuncia el nuevo día mientras el carruaje elude la luz ocultándose en un oscuro portalón que niega la entrada al sol. Olvidémonos del mundo exterior. Fijemos nuestra atención en el mundo interior y en la escena que en él se desarrolla.
Baja el conductor del pescante, suelta los correajes del noble bruto y luego con paso tardo, midiendo la distancia que le separa de la puerta del carruaje, se acerca a él parece deleitarse de antemano con lo que en él le aguarda.
Se desembaraza del sombrero de gran ala que le oculta el rostro y de la capa que le envuelve el cuerpo.
Es una abominación, un engendro, un monstruo de imposible contemplación.
Su cabeza abombada en la frente es enorme, parece sostenerse directamente sobre los hombros. Uno de sus ojos no existe y en su lugar hay un muñón de carne enrojecida que temblequea al ritmo del pestañeo del otro ojo. Este, su único ojo es quizás lo más reconocible de este deforme esperpento, es un ojo grande y refleja bondad. La contemplación de este ojo, si pudiéramos olvidarnos del resto, nos induciría a la compasión, a la ternura hacia su dueño, pero este fugaz pensamiento desaparece en cuanto ampliamos la visión y nuestra retira es golpeada por tan infame aparición. Una retorcida porción de carne hace las veces de nariz, está cubierta de venas que parecen próximas a reventar y deja escapar una humedad pegajosa que resbala hacia la boca.
¡Ah! ¡Dioses de todos los tiempos! ¿Cómo habéis permitido que semejante aborto, que éste remedo de ser humano conviva entre los hombres? La boca ¿Qué boca se preguntaría quien lo viera? Un oscuro tajo ocupa el espacio entre las dos replegadas orejas, carente de dientes y eternamente babeante. La saliva resbala y cae directamente en el húmedo suelo, no hay barbilla que la detenga.
El engendro respira roncamente se acerca a la puerta pone su verrugosa mano sobre la manilla y muy lentamente la abre.
A pesar del olor a tumba que le golpea una sonrisa, si así se le puede llamar, acude a su rostro.
Enea se halla en brazos de la muerte, pero a él no le importa, la toma muy suavemente en los suyos y meciéndola la abraza contra su giboso pecho. Una lágrima se escapa de su único ojo, una lágrima que cae sobre la melena del cadáver mezclándose con sus cabellos.
La palidez mortal de Enea la asemeja a una muñeca de cera, sus mejillas empiezan a hundirse. El ser deposita un beso en los ojos de la muerta y con precaución casi con respeto acerca el agujero infame que es su boca a los rígidos labios. No llega a tocarlos parece temeroso de turbar su sueño.
De pronto el ser parece despertar. Oprime contra sí el cuerpo inerte y mira receloso a su alrededor. ¡Ningún poder mortal o divino se atreverá a quitarle su trofeo!

jueves, 19 de noviembre de 2009

LOLITA’S CLUB AND LITTLE BOYS

Hoy es 20 de noviembre día de infausto recuerdo para algunos españoles ya que trae a la memoria años de oscurantismo y represión por lo que resulta muy adecuado para expresar el asco y el desprecio que producen animales disfrazados de persona como lo son los pederastas.

Esta es mi humilde aportación a la causa promovida por http://lahuelladigital.blogspot.com

Sé que esto no va a cambiar de forma radical las leyes ni va a conseguir expulsar a las cloacas de dónde vienen a esos desalmados.

No me importa si son enfermos o viciosos, de lo que no hay duda es que son criminales a los que hay que perseguir y castigar con la máxima dureza posible.

Si alguno de vosotros ha llegado hasta aquí atraído por el título de esta entrada espero que note el odio absoluto que siento y el vómito permanente que me producen sus aberrantes prácticas.

¡Ni un/a menor más abusado/a! ¡No más silencios! Hay que prolongar esta lucha a los 364 días restantes.

lunes, 16 de noviembre de 2009

LA VENGANZA DE LA BRUJA (final)




Así pasó, todos temían al Señor Gobernador, todos acataban sus disparatados inventos, todos asentían y sonreían servilmente doblando el espinazo al paso del Señor. En tanto sus órdenes no me alcanzaron contemplé a distancia como el pueblo se sumía en el oscurantismo, la pobreza y la enfermedad, pero llegó el día en que su insania me alcanzó.
Yo no poseía tierras, ni ganado, al ser Madre mi familia tenía el deber de acudir en mi ayuda y facilitarme cuanto yo precisara, además disponía de los presentes que me hacían quienes solicitaban mis servicios para que lidiara por ejemplo en el litigio por la propiedad de una vaca o si necesitaban un filtro amoroso, en esos casos me pagaban con comida, aceite, manteca, con lo que el demandante poseía en fin.
Así que cuando recibí recado de que el Sr. Gobernador requería mí presencia supe que el abismo empezaba a abrirse a mis pies.
Me habían llegado rumores de ejecuciones de brujas, de juicios a pueblos enteros, la Inquisición comenzaba su andar. Antes de salir de casa encendí cuatro velas negras y puse mi destino en manos de mi amante tenebroso.
Llegué a casa del prohombre seguida de la mayor parte de mi familia, cuando las puertas se cerraron detrás de mí, ellos permanecieron en la calzada a pesar de las amenazas de los sicarios del gobernador y allí se quedaron hasta la conclusión del juicio y su posterior sentencia.
Me recibió sentado en una especie de trono profusamente adornado con pedrería, dos enormes perros le flanqueaban. En cuanto pisé la estancia los mastodónticos guardianes me enseñaron los colmillos al tiempo que rugían amenazas, de sus bocazas rezumaban espesos ríos de baba, parecían deseosos de clavar sus dientes en mi carne. Muy bajito y con mucha precisión pronuncié una maldición y con la última palabra ambos animales cayeron al suelo revolcándose en su baba y lanzando lastimeros aullidos de dolor, el gobernador me miró entre asustado y sorprendido, levantó su dedo acusador y silabeó: BRUJA, eres una BRUJA ¡prendedla!
No me resistí, dejé que me llevaran a las mazmorras.
Llevaba una semana encarcelada cuando el gobernador hizo público un edicto por el que condenaba la práctica de la brujería y comunicaba la inmediata detención de cuantos tuvieran alguna relación por tenue que fuera con la hechicería.
Luego vino toda la parafernalia típica de estos casos. El gobernador deseoso de ganar méritos se erigió en Gran Inquisidor. Llegó a la celda acompañado por dos ejecutores. Uno de ellos llevaba la cara cubierta con una máscara pero a través de dos agujeros se adivinaba la expresión de sus ojos: se regocijaba.
El Gran Inquisidor me exhortó a abjurar de mis creencias, Rezó por la salvación de mi alma y dio la orden para empezar la ceremonia de redención. Aun suponiendo que hubiera querido plegarme a sus órdenes no hubiera podido hacerlo ya que me mantenían atada al potro y amordazada.
Rápidamente pasaron a la acción. Mientras el Gran Inquisidor salmodiaba una oración, el verdugo sacó unas tenazas al rojo vivo y las aplicó sobre la cicatriz que recorría mi cuerpo, esperaba aterrorizada el contacto con el instrumento, no quería gritar, ni suplicar, no quería pedir clemencia y no tuve que hacerlo.
Él, el odiado, el repudiado, el que produce asco y miedo me libró del suplicio, vino hasta mi y tomó mi alma inmortal en sus brazos alejándome de aquel lugar, nos sentamos muy juntos a contemplar ese horror al que los hombres cultos, los hombres castos, esa masacre a la que eminentes y doctos hombres llamaron “juicio justo”.
Yo veía mi cuerpo desnudo sobre el potro y les veía y les oía a ellos gritando ¡Arrepiéntete, arrepiéntete! Y por encima de sus voces oía mis alaridos, gritos de insufrible dolor. La tramoya, el escenario, los decorados, los intérpretes, el sonido, todo estaba ahí, todo menos yo.
Vi como destrozaban concienzudamente mis piernas con un gran mazo acabado en puntas romas, golpeaban mis articulaciones que caían desmadejadas e inútiles, vi como mis hermosas uñas eran arrancadas de cuajo convirtiendo mis manos en sanguinolentos pingajos. Vi mis ojos cegados por ardientes chorros de aceite hirviendo, vi mi intimidad repetidamente violada por los enhiestos miembros de los verdugos, vi una glotona rata meterse en mi vientre, vi en definitiva como reducían mi cuerpo a una masa amorfa de carne, humeante de sangre, en una despellejada muñeca informe mientras sonaban atronadores los gritos del Gran Inquisidor ¡Arrepiéntete, arrepiéntete, arrepiéntete! Vi todo eso y mucho más mientras sentía el cálido abrazo del Príncipe, mientras en susurros me confortaba asegurándome la eternidad para mi venganza, mientras sus pelos rozaban mi piel haciéndome desear que me poseyera, que poseyera ese cuerpo que yacía roto sobre el potro y flotaba ávido de amor y de caricias unos metros por encima del Gran Inquisidor.
Cuando mi voz, la voz del cuerpo torturado no era más que un estertor, “los justos” decidieron que la hoguera era el remedio que quedaba para recuperar mi pérfida alma, soltaron los correajes que me unían al potro e intentaron ponerme de pie, naturalmente ese cuerpo, mi cuerpo cayó al suelo, no tenía un solo hueso sobre el que sostenerme, astillas de ellos perforaban mi carne sobresaliendo groseramente, me levantaron como pudieron, cada vez que me incorporaban una parte de mi quedaba prendida entre sus manos, la carne se separaba del hueso y los huesos se convertían en polvo, no tenían por dónde asirme, finalmente colocaron una tabla debajo de mis despojos y me cubrieron con una sábana. Así me sacaron a la calle en pública exposición. Yo era la prueba palpable del resultado de una contumaz conducta respecto al ejercicio de la brujería.
Me llevaron hasta el centro del pueblo, habían erigido una tarima y acababan de amontonar leña sobre ella, me amarraron a la tabla y clavaron esta al poste que se elevaba entre la leña, gritaron una vez más el consabido arrepiéntete y luego sin más preámbulos prendieron fuego.
Contemplé el espectáculo. Era dantesco. Las llamas lamían mi carne, arrugaban la piel que quedaba, los cabellos me ardían, reventaron mis ojos y de mi boca brotaban maldiciones mezcladas con alaridos.
Me arrebujé contra Mi Señor buscando el calor natural de su cuerpo como huyendo del calor asfixiante de la hoguera. Mientras mi cuerpo allá abajo se consumía y lanzaba vaharadas de mareante tufo, yo aspiré el fragante aroma a macho cabrío que despedía su pecho.
Juré entonces que volvería y la mirada rojo-amarillenta de sus ojos fue la confirmación. Aquí estoy. Vosotros quizás no sabéis que descendéis de esa raza de sanguinarios pero yo sí, yo sé cuáles de vosotros vais a pagar con creces el daño que me hicisteis, el daño que hicisteis a mucha otra gente. Porque mi tormento no fue un caso aislado, erais y seguís siendo los poderosos, los dictadores, los caciques. Todo aquel que se erige en señor de los destinos de otros. Todo aquel que propicia las felonías de los poderosos. Os he seguido. Sé cuáles y cuántos de vosotros pasaréis por tales padecimientos que desearéis no haber nacido. Yo lo sé ahora y desde entonces. He seguido vuestras estirpes.
Te conozco descendiente directo de aquellos que me prendieron.
Te conozco tataranieto de aquel verdugo de ojos vidriosos y a ti y a vosotros, gentes que sois familia de aquel malnacido Inquisidor. Los genes no cambian, todos seguís siendo viles, egoístas, sanguinarios, torturadores, avaros, trepadores, crueles, inhumanos y yo os maldigo.
A partir de hoy caerá sobre vosotros toda suerte de desdichas, las plagas de Egipto van a ser pálidos reflejos de cuanto os acontecerá desde hoy hasta que no queden vestigios de vuestra ralea sobre la faz de la tierra.
¡Oh! Príncipe. YO TE CONJURO SEÑOR DE LO OSCURO PARA QUE SE HAGA JUSTICIA. ¡DESTRUCCIÓN Y MUERTE!
La venganza está servida



jueves, 12 de noviembre de 2009

LA VENGANZA DE LA BRUJA (1)






¿Creísteis que podrías acabar conmigo? ¡Estúpidos!
Juré que volvería. Juré que mi venganza caería sobre vosotros, lo juré por el Príncipe, por el Señor de la Noche y cumpliré mi juramento. Pagaréis muy caro. Vosotros descendientes de aquellos que me juzgaron, descendientes del maldito inquisidor que me usó en su provecho.
Para ascender y ganarse el favor del amo necesitaba un proceso sonado en el que el reo no tuviera opción al perdón y me tocó en suerte ser el espaldarazo para ese sanguinario hijo de una perra rabiosa.
Todas las mujeres de mi familia teníamos poderes, todas éramos brujas, pero sólo la más dotada de entre nosotras seguía la tradición, asumiendo las responsabilidad de ser cabeza de familia. Cuando La Madre mostró síntomas de senilidad irreversible nos reunimos en la playa encendimos una hoguera y esperamos la señal. Pasaron cerca de tres horas en las cuales comimos, bebimos y untamos nuestros cuerpos con ungüentos especialmente elaborados para tan fausta ocasión.
Al cabo una llamarada en la mortecina hoguera nos anunció su llegada. Él estaba entre nosotras. Una de entre todas sería su esposa desde esa noche hasta el fin del tiempo. Entonamos el cántico ritual y nos tendimos desnudas en la arena, sentía su frescura en mi espalda y la tibieza del fuego calentando mi vientre, la piel se me erizaba y el vello cosquilleaba en mi pubis.
Deseaba ardientemente ser la escogida por él. Seguía sonando la hipnótica letanía cuando el tiempo se inmovilizó. El mar detuvo su mareo. La luna fijó su luz sobre mí y la dicha suprema alcanzó mi alma.
Él, mi Amo, mi Señor, el Maldecido, Él con su hermoso rostro cabruno, son sus poderosas pezuñas, con su ardiente aliento vino a mí. Era como lo había imaginado. Una febril vibración recorría su cuerpo, el negro pelaje que cubría sus poderosas patas relampagueaba al reflejo de la hoguera. Diminutas bestezuelas danzaban a su alrededor, alegrándose de ser espectadoras privilegiadas de la ceremonia ritual y milenaria.
Hundiéndose en la suave arena se acercó a mí, ¡Oh placer de los placeres! Los planetas estallaron en mi cerebro, el mar bañó mis entrañas, el fuego consumió mi sangre, un torrente alborotado reventó mi corazón que saltó hecho añicos desparramándose y el universo se fundió conmigo. Yo era la elegida.
Una vez satisfecho su poderoso deseo se separó de mí, yo quería seguir con Él, sentir el peso de su cuerpo sobre el mío y le así con fuerza atrayéndole, ofreciéndome a Él, se revolvió y vi aterrorizada que había aferrado uno de sus retorcidos cuernos en mi alocado abrazo. Me miró severamente con esos ojos sorprendentemente amarillos y por primera vez oí su voz retumbando en mi interior
-YO SOY TU AMO, TU DUEÑO Y SEÑOR, YO VENDRÉ A TI CUANDO TU CARNE ME APETEZCA, NO INTENTES FORZARME A ACUDIR A TU LADO, SÓLO YO TE POSEERÉ Y ÉSTA SERÁ MI MARCA, LA SEÑAL DE QUE ME PERTENECES.
Su rugosa lengua recorrió mi cuerpo desde el pubis hasta la garganta dejándome un sendero de quemadura, dolor y vida.
Luego todo se movió de nuevo, el tiempo arrancó minutos a los minutos como queriendo recuperarse de su pérdida, el mar se enfurruñó y lanzó sus olas presurosas y la luna, sabia, lista y distante escondió su espectral contorno tras una solitaria nube.
La noche empezaba a recoger sus negras sábanas y por el horizonte el sol empujaba las últimas sombras de manera que recogimos nuestras ropas y regresamos al pueblo. Las mujeres de mi familia caminaban dos pasos detrás de mí, todas sabían que yo era Madre, La Madre. El surco que Él había tatuado en mí no dejaba lugar a dudas.
Desde ése día tuve una vivienda aparte, algo distante de las otras pero equidistante por igual de todas ellas.
En aquellos días no había demasiados conflictos y mi vida transcurría monótona y plácida, sólo cuando Él acudía a mí se rompía esa placidez y como aquella noche en la playa me sentía única y universal a la vez.
Hacía cinco años que era Madre cuando la llegada del nuevo gobernador rompió el equilibrio y las aguas ponzoñosas inundaron nuestras vidas.
Un escándalo en su anterior destino le había traído a nuestra humilde aldea. Al parecer las cuentas del Condado no habían quedado claras al final del ejercicio y el Conde propietario de aquellas tierras le arrojó de sus posesiones, prefiriendo ese castigo para el infractor antes que acudir a la ley y poner así en evidencia al ladrón y caminar también él por la fina línea que separa la ley de la trampa.
Llegó pues el gobernador con el propósito de pagar cuanto antes sus culpas y ascender de nuevo al puesto que según él le correspondía.
Empezó por subir la recaudación a los campesinos. Que hasta entonces eran 2 corderos, pues serían 3, que 2 arrobas de cereal, pues 4, que hacía años que no se exigía la pernada, pues ¡Ala! A reparar el entuerto, ¡mocitas, solteras, casadas, vírgenes y putas, arremangaos los faldones que ha llegado el gobernador y trae mucha rabia, mucho odio que volcar! ¡Alegraos hombres de la comarca que el muy respetable señor gobernador va a hacer crecer vuestra prole, felicitaos porque vuestra hambre va a aumentar al ritmo de los impuestos!, ¡alegraos y felicitaos todos, habitantes del villorrio ya que a partir de hoy éste va a ser un pueblo de putas, cabrones y bastardos!







domingo, 1 de noviembre de 2009

EL DESCONOCIDO (4)


Sentado en el banco junto a otros miembros del pueblo, dejó que su mente volara hacia atrás, no le interesaba lo que estaba pasando allí, en cambio sus recuerdos le resultaban gratos.


Rememoró el día en que mami le dio permiso para ir a ver a su padre.


Estaba sentada a la mesa del comedor y desde allí le llamó.


-Ven, siéntate pichón- y le hizo un gesto con la mano señalando la silla vacía al otro lado de la mesa


-Toma es para ti- deslizó una cajita de madera a través de la mesa- cógela y ábrela.


-Si mami.


La cajita estaba delicadamente tallada. Una filigrana de marquetería rodeaba los laterales y subía hasta la tapa donde se cruzaba formando una x. Un candado muy pequeño mantenía la caja cerrada pero al lado su madre había depositado una bolsita de terciopelo. El la miró y ella hizo un gesto con la cabeza señalando la bolsita. La abrió y dentro encontró una llave muy pequeña que se adaptó perfectamente al candado en cuanto la insertó. Dio una vuelta y el candado se abrió. Lo retiró con cuidado y abrió la caja.


Dentro vio algo que de momento no supo lo que era pero que reflejaba la luz de la lámpara con destellos metálicos.


-Hace mucho lo encargué para ti, es un regalo, úsalo con aquellos que lo merezcan- mientras hablaba había colgado la llavecita de una cadena que dejó también sobre la mesa –No la pierdas- dijo.


Él se pasó la cadena por la cabeza y nunca más se desprendió de ella.


-Cógelo con cuidado- se refería al objeto metálico que reposaba sobre un lecho de seda roja.


Muy despacio lo sacó de la caja y lo miró atentamente, parecía un bisturí pero era más largo. Toda la hoja era filo y el mango era de hueso pulido, era un instrumento mezcla de bisturí y estilete.


Levantó la vista y miró a mami directamente a los ojos, ella sonreía dulcemente.


-Guárdalo ahora, ya eres casi un hombre y es hora de que visites a tu padre, aquí está la dirección- un papel pasó de las manos de su madre a las suyas-Preséntate, dile quién eres y pon al día vuestra relación ¿me comprendes?


-Si mami- respondió. Claro que la comprendía y el vello de la nuca se le erizó, una notable erección pugnaba por salir del conte pero como siempre quedó reducida a la pura intención, el conte cumplió de nuevo su cometido.


-Mañana por la mañana tomarás el tren y visitarás a tu padre, por la tarde estarás de vuelta en casa y no volveremos a hablar del tema jamás ¿de acuerdo?


-Si mami.



Su madre se levantó y fue a la cocina a limpiar los platos de la cena. Esa era toda la conversación que mantuvieron sobre única visita que hizo a su padre. Tal como mami había ordenado nunca más volvieron a hablar del tema.


Cuando al día siguiente llegó a casa de su padre éste estaba en el jardín delantero de su casa despanzurrado sobre una hamaca y bebiendo cerveza.


Se acercó y le saludó


-Hola papá- dijo escuetamente.


-¿Papá? ¿Pero qué…? vaya pero si es mi hijo ¡Muchacho que alegría verte!, tienes la misma cara de tontorrón que cuando dejé a tu patética madre -¡Ale!- gritó, ven que conocerás a mi hijo y una carcajada inundó el espacio que les separaba.


-Pero ven no te quedes ahí ven, te presentaré a Ale.


En ese momento un muchacho que no tendría muchos más años que él salió de la casa.


-¿Qué pasa? ¿Qué son esos gritos?- le miró escrutadoramente y luego se volvió hacia su padre esperando una explicación.


-Ale-dijo éste- Te presento a mi hijo.


Ale lanzó un chillido se apretujó las mejillas con las manos y fue corriendo hasta él con intención de abrazarle, él dio un paso atrás y levantó una mano deteniendo su avance.


-¡Uy! vale, vale, no te toco, ya veo que eres de los de guardar distancias, bueno es igual. Mucho gusto en conocerte. Dijo todo esto en un tono de voz femeninamente modulado, mariposeando las manos y juntando las rodillas, gestos todos ellos que a él le resultaban repugnantes.


-¿Puedo lavarme las manos?- preguntó educadamente.


-Claro, claro, ven conmigo, te enseñaré donde está el baño, mientras le echaré una mirada al asado- Luego dirigiéndose a su padre le señaló con el dedo y le ordenó con voz melosa- Tu no te muevas de aquí, no te quiero en la cocina manazas- y se metió en la casa moviendo las caderas y soltando una risita que se suponía coqueta.


No perdió el tiempo con Ale, en cuanto llegaron a la cocina se puso detrás le agarró con fuerza del cabello, tiró hacia atrás y le rajó la garganta de oreja a oreja, después le soltó y el cuerpo de Ale fue a parar encima de la puerta del horno que estaba abierta, casi de inmediato un olor a carne socarrada empezó a llenar el ambiente.


Sin perder un segundo salió al jardín se plantó frente a su padre y dibujó una cruz en el aire. El estilete había cortado desde la frente hasta el ombligo y de una axila a la otra.


La cara de su padre empezó a literalmente a desmoronarse, el corte era tan profundo que había alcanzado la tráquea por lo que ningún sonido salía de la garganta rajada, la parte derecha de la cara de su padre empezó a deslizarse hacia un costado y era incapaz de mover la boca totalmente partida en dos, tenía un aspecto ridículo.


-Hubiera querido pasar más tiempo contigo “papá”- recalcó la palabra imprimiéndole un toco de asco y salpicando de saliva la cada vez más deformada cara de su progenitor- pero mami me dijo que te visitara y volviera o sea que no puedo perder el tiempo contigo- dicho lo cual trazó una cruz más pequeña sobre el pecho de su padre, metió la mano cogió el corazón y sajó venas y arterias hasta que éste quedó palpitando en su mano.


Entró en la casa y metió el corazón en el horno junto al asado a medio cocer, abrió todas las llaves de paso, salió otra vez al jardín cargó a su padre y lo tiró encima de Ale.


-Así juntitos hasta la muerte- miró los cuerpos y se metió dos dedos hasta la garganta forzando el vómito que regó los cadáveres. Luego con toda parsimonia fue al baño se duchó, se cambió la ropa por la que había llevado en un petate y limpió el estilete hasta darle el aspecto de nuevo que tenía antes de usarlo.


Fue hasta el garaje y cogió varios productos inflamables, roció la casa, los cuerpos, los muebles y ya en la puerta tiró varias cerillas encendidas.


Con un ligero trote se alejó de la casa, cuando le separaban unos cientos de metros de ella se dio la vuelta -Adiós papá, perdona que no te abrace, pero manchas- y siguió camino hasta la estación de tren.


Al día siguiente los periódicos dieron la triste noticia de la muerte de dos personas a causa de un furioso fuego que combinado con una explosión de gas había reducido la casa y los cadáveres a cenizas.


Ese día comieron asado, el asado más bueno que nunca su madre había cocinado y charlaron como siempre de sus cosas y del brillante futuro que mami preveía para él.







FELIZ DIA DE LOS MUERTOS A TODOS LOS VIVOS


               

UN TIPO DE SOLEDAD (Final)



Otra vez el altruismo, el sentido de comunidad hizo posible crear un puente entre mi aislamiento y el mundo social.
Me hallaba perfectamente instalada en el cuerpo de un delfín, disfrutando de la sensación de ligereza y comprendiendo perfectamente a ese perfecto ser, aunando mi mente con la suya cuando algo rasposo me arrancó de él y me situó de nuevo en este mundo al que la gente llama real, cuando el aturdimiento por este brusco traslado remitió pude darme cuenta de que alguien hacía corres mis dedos sobre lo que al parecer era un libro en Braille ¡Maldita bondad! Me dije, y en un rapto de ira arrojé el libro de un manotazo, supongo que al mismo tiempo maldije en voz alta y grité cuantos improperios acudieron a mi boca porque durante un buen rato nada se movió alrededor de mi, pero no intenté zambullirme de nuevo a mi amado mundo porque que la batalla acababa de empezar, sabía que seguirían insistiendo, sabía que no me dejarían en paz; creo que en el fondo les molestaba la quietud y el sosiego que mi rostro debía traslucir, ellos siempre atacados de ansiedades, stresses, angustias y otros complejos mecanismos de autodestrucción debían de sentirse incómodos por la felicidad que me invadía y que de alguna forma les llegaba.

Llegué a la conclusión de que no era bondad lo que les llevaba a obligarme a comunicarme con ellos sino la envidia, envidia de mi bienestar interior, de la paz que desprendía, de la sonrisa que permanentemente danzaba en mis labios, de los retazos de conversación que de seguro alguna vez se deslizaron en alta voz sin que yo tuviera conciencia de ello. Si antes sus vocingleras vidas fueron una agresión para mi, ahora se habían trocado los papeles y mis silencios, mi felicidad interna, eran una agresión para ellos y querían arrancarme de ese mundo feliz para hacerme partícipe de sus angustias, de los sufrimientos que provocan cosas de tanta importancia como “qué vestido me pongo hoy”, no podían soportar que el aturdimiento de sus vidas no existiera para mi, si ellos con sus cinco sentidos vivían asfixiados, yo que había perdido dos de los bienes más preciados por el ser humano “debía” sufrir doblemente, les desconcertaba que no fuera así y un ser humano estúpido y además desconcertado es ciertamente imprevisible.

De manera que no tuve más remedio que decirles muy despacito y de manera totalmente inteligible que no quería nada en mis manos que me pusiera en contacto con su mundo, ni Braille, ni cubos Rubik con relieves, ni relojes para palpar la hora; que no añoraba mi vida anterior, que había conseguido lo que quería a un alto precio bien es verdad pero todo lo que nos es importante tiene un precio acorde con la necesidad que de ello tenemos; que no lamentaba en absoluto no saber cuánto habían disfrutado la noche anterior ligando con desconocidos a los cuales nunca más volvían a ver, que me alegraba sobremanera de no tener que ver sus caras crispadas por el aburrimiento intentando traslucir alegría, que estaba muy bien como estaba y que si seguían insistiendo en pegotearme cosas en los dedos y en las manos me los cortaría primero unos y luego las otras, que no soportaba esa insistencia, ese egocentrismo suyo al pensar que su mundo era el mundo real y que en él era en el que había que vivir, que si ellos en su mundo y con su vida y con su pellejo no se sentían a gusto yo en con el mío y en mi piel estaba perfectamente cómoda y que quería que me dejaran en paz para poder zambullirme en mi universo de una vez por todas sin interrupciones ni conmiseraciones, que no quería su ayuda porque no la necesitaba y que si eran infelices que buscaran, como yo hice, la forma de dejar de serlo.

No sé como sonó todo este discurso porque llevaba mucho tiempo sin usar las cuerdas vocales como no fuera para emitir monosílabos, pero el aire a mi alrededor no se movía lo cual significaba que todo el mundo estaba quieto, tal vez hablaban entre ellos pero desde luego no gritaban ni gesticulaban porque de haberlo hecho yo lo hubiera notado, creo que quedaron paralizados por el estupor, creo que se debieron sentir profundamente ofendidos, heridos en su amor propio, en realidad no lo sé y tampoco me interesa pero lo supongo porque el resultado casi inmediato fue mi traslado a una institución supongo que siquiátrica, todo son suposiciones claro, porque siguiendo mis deseos nada se me ha comunicado, pero mi lecho no es mi lecho y las gentes que se mueven a mi alrededor no son las mismas y el sol que por la mañana acaricia mi rostro tiene barrotes que cortan su paso, lo noto en mi cara, en mi cuerpo, sobre mis manos, cae sobre mí a trozos, ahora sol y ahora una franja estrecha de sombra, ahora sol y otra franja, otra vez sol y otra vez sombra. No me importa he conseguido lo que deseaba y parangonando a Gog diré que
“esta situación me ha permitido evocar mi perfecta soledad”

sábado, 24 de octubre de 2009

UN TIPO DE SOLEDAD (3)

Estudié varios métodos porque el suplicio físico no es plato de mi gusto y no veía forma humana de hacer lo que debía hacer sin sufrir en exceso. Tuve suerte. La casualidad vino en mi ayuda aunque he creído que las casualidades no existen, creo que las cosas pasan porque uno mismo sin saberlo hace lo preciso para que pasen. Todos y cada uno de los sucesos de nuestra vida están interrelacionados entre ellos y al mismo tiempo con la vida de otras gentes. El caso es que ese día salí de mi casa rumiando métodos más o menos efectivos e indoloros para conseguir borrar esa parte del mundo que me agobiaba.

Bajaba la calle mirando caminar mis pies cuando alguien tocó mi hombro, me di la vuelta y vi una vecina gesticulando algo con una sonrisa de conmiseración en los labios. Que como estás, que qué pena ¿no? Vaya que cosas desagradables pasan ¿no? Que si necesitas algo ya sabes, aquí estoy para lo que quieras ¿entiendes lo que te digo? Sacudí la cabeza de arriba abajo supongo que silabeé un “gracias” aunque no sé si el volumen de mi voz fue el adecuado, me zafé de su mano que aun aferraba mi hombro y seguí mi camino. Si esa buena samaritana no me hubiera detenido quizás no habría pasado lo que pasó que para mí fue una bendición aunque para el resto del mundo fuera una desgracia más que se cebaba en mí.

Unos metros más atrás se había producido una algarabía de mil demonios a causa de un intento de robo. El frustrado ladrón huía a toda velocidad y su calle de escape se cruzaba con la mía. Yo estaba ajena al griterío por lo tanto seguí tranquilamente mi camino cuando de pronto me encontré en medio de una muchedumbre que intentaba agarrar a un hombre, armado con una pistola, que se debatía inútilmente. Al parecer en los forcejeos se disparó el arma que, por suerte para mí, iba cargada con balas de fogueo, pero la distancia a la que se produjo el fortuito disparo y mi cara era tan escasa que prácticamente me dio de lleno. Por supuesto no oí la detonación pero si sentí los picotazos de 100.000 avispas negras cebándose en mis ojos, acto seguido me desmayé.

Cuando desperté estaba absolutamente desorientada. No recordaba nada de lo que había pasado y no veía más que una negrura absoluta, ningún rayo de semiluz, ninguna sombra velada, nada, vacío negro, una negrura plana sin rebordes, sin volumen sin profundidad, simplemente negro total,

Empecé a reír a carcajadas ¡lo había conseguido! Estaba ciega, ciega y sorda, por fin podría pensar sin interrupciones sin molestos paréntesis, interminablemente para siempre, pero siempre es algo muy aleatorio y hay que recordar que existe gente con un gran corazón.

Disfruté a modo de mi estancia en el hospital y los temores que tenía en cuanto a la posibilidad de volver a ver se diluyeron cuando los vendajes fueron retirados por las expertas manos de quien supuse era un doctor. Un cariñoso apretón en el brazo me dio a entender que después de efectuar todas las pruebas de ritual lamentaban comunicarme que mi ceguera era irreversible. Intenté transmitir a quien estuviera cerca que “qué le vamos a hacer, la vida es así, hay que conformarse”, alguien tomó mi mano (ese fue el primer indicio de lo que vendría después) y la llevó a algo mojado que identifiqué como una lágrima y luego hasta un pecho bajo el cual latía un corazón apenado por mi terrible desgracia. Luego mis manos quedaron aprisionadas entre otras manos que transmitían sentimientos de solidaridad con suaves palmaditas y ligeras caricias en el dorso de mis manos o en las mejillas. Alguien más efusivo me abrazó humedeciendo mi cara con el abundante flujo lagrimal que brotaba de sus ojos. Sentía sobre mi pecho el entrecortado sollozar de otro pecho que me oprimía convulsivamente mientras otros brazos aprisionaban los míos manteniéndolos pegados a los costados de mi cuerpo.

Me alegré hasta lo infinito de no ver esas patéticas escenas de gentes moqueantes, me imaginé sus caras y no pude soportar más mi contento, estallé en carcajadas incontrolables, supuse que creerían que la desgracia me había afectado también el cerebro y casi me ahogué pues cuanto más imaginaba su estupor ante mi inesperada reacción tanto más se exacerbaba mi hilaridad.

Durante un tiempo mi vida fue un remanso de paz, ni voces altisonantes, ni golpecitos para llamar mi atención sobre cualquier aberrante idiotez escrita sobre el infame pizarrón, éramos la nada y yo. Yo y la nada. Fui enormemente feliz en esa época. Permanecía sentada en una butaca adquirida para proporcionarme comodidad, toda la comodidad posible dadas mis dramáticas carencias. Duró un tiempo, no sé cuánto, pues no sabía si era de día o de noche, dormitaba en mi butaca cuando me lo requería el cuerpo, comía cuando tenía hambre aunque no supiera si era de comer, cenar, desayunar o qué, sólo cuando me situaban horizontalmente sobre la cama suponía que era de noche, aunque tal vez me acostaran a la hora de la siesta o a media mañana o cuando querían desprenderse de la atención que mi estado requería. Tampoco eso me importó, si tenía sueño dormía y si no pensaba, imaginaba, elaboraba largos y complicados laberintos mentales, paisajes de perfecta armonía donde mi cerebro descansaba y donde con los ojos de la mente me veía levitar ente florecillas de raros colores o en playas de blanca y fosforescente arena que se amoldaba al contorno de mi cuerpo, a veces flotaba en el espacio sentada sobre el brocal de un pozo del cual brotaba una música celestial que los oídos de mi mente captaban a la perfección. Hice maravillosos viajes a exóticos parajes donde lo que prevalecía era la armonía.

Luego un día de repente se hundió mi mundo particular, se mundo de ideas y silencios que había fabricado para mi uso y disfrute.





domingo, 18 de octubre de 2009

UN TIPO DE SOLEDAD



-1-

Supongo que fue a causa de la audiofobia o tal vez ésta era una consecuencia de otras cosas, no sé, el caso es que poco a poco me fui desplazando primero de la casa paternal, donde los gritos de mi madre estaban a la orden del día, hasta la marital y de  esta al divorcio que me llevó a un pueblo supuestamente más tranquilo y allí mi retirada empezó a circunscribirse a rincones cada vez más alejados de las voces humanas aunque dentro del mismo espacio vital compartido con otras gentes pero manteniendo el máximo alejamiento posible.

Recuerdo que mi lugar habitual, cuando el trabajo del restaurante decaía era la cocina, allí me perseguía el sonido de la tele permanentemente en marcha y la cháchara constante de mis compañeros de trabajo que se empeñaban en contarme hasta los más mínimos detalles de su vida, me daba impresión de que me perseguían las palabras, casi todas sin sentido y todas, sin excepción, sin interés para mi, casi podía palparlas, me las encontraba pegadas en la ropa, enredadas en el pelo y por supuesto taponando mis conductos auditivos impidiéndome oír mi respiración, mis propios pensamientos.

De la cocina pasé a una de las mesas del comedor, la última más concretamente, la más alejada de la puerta de entrada, creí que así evitaría el vocinglero pasear de los turistas nacionales y extranjeros todos con el inevitable radio-cassete al hombro y el volumen del mismo a todo trapo, del griterío insoportable de los críos tan inevitables como el famoso cassete y tan berreantes como él, creí así poder evitarme también el torpedeo resonante de motos, motocicletas, motazos y demás instrumentos de tortura sobre dos ruedas, pensé así aislarme un poco de todos esos sonidos, ruidos, alharacas y algún que otro ataque más a mis castigados oídos, y en parte lo conseguí, llegaban hasta mí amortiguados por la distancia pero no tuve la misma suerte con mis compañeros, amigos, conocidos, familiares y demás gentes de mi entorno.

Parece que por instinto, igual que los perros huelen el miedo de los humanos, éstos huelen el punto débil de sus semejantes, sobre todo cuando el semejante es considerado como persona de fuerte personalidad, huelen las fisuras, huelen dónde pueden meter el dedo para que duela más, dónde dar un golpecito que derrumbe el edificio por muy sólido que parezca y poco a poco me los encontré a todos revoloteando a mi alrededor, contándome sus nimias historietas, sus pequeñas tragicomedias sentimentales, el gravísimo problema con el largo de sus vestidos o lo muy dura que la vida era para ellos, y todo esto una octava o tal vez dos más altas de lo necesario, en vano fingí terribles jaquecas, dolores estomacales, mal humor e incluso enfados de oscura motivación para ellos, fue peor si cabe, hablaban en susurros, como afónicos, pero hablaban, algunas veces llegué a creer que por falta de oxígeno se ahogarían pero no sucedió, de manera que empecé a pensar en la posibilidad de ahogarlos yo, pero las consecuencias que tal acto podría reportarme me impidió llevarlo a cabo.

Sufrían de algo que yo he dado en llamar incontinencia mental seguida de grave diarrea verbal. Cuando algo acudía a su mente se transmitía inmediatamente a su boca y de ésta salía incontenible, a borbotones, convertido en un torrente de palabras; y para eso no existe ninguna cura efectiva.

Tenía que idear un sistema, algo que me permitiera mantenerme al margen de tantos decibelios humanos, musicales o del tipo que fueran.

Había leído en alguna parte que un poco de cera convenientemente derretida y fuertemente incrustada en los oídos producía una sordera casi total…..