lunes, 16 de noviembre de 2009

LA VENGANZA DE LA BRUJA (final)




Así pasó, todos temían al Señor Gobernador, todos acataban sus disparatados inventos, todos asentían y sonreían servilmente doblando el espinazo al paso del Señor. En tanto sus órdenes no me alcanzaron contemplé a distancia como el pueblo se sumía en el oscurantismo, la pobreza y la enfermedad, pero llegó el día en que su insania me alcanzó.
Yo no poseía tierras, ni ganado, al ser Madre mi familia tenía el deber de acudir en mi ayuda y facilitarme cuanto yo precisara, además disponía de los presentes que me hacían quienes solicitaban mis servicios para que lidiara por ejemplo en el litigio por la propiedad de una vaca o si necesitaban un filtro amoroso, en esos casos me pagaban con comida, aceite, manteca, con lo que el demandante poseía en fin.
Así que cuando recibí recado de que el Sr. Gobernador requería mí presencia supe que el abismo empezaba a abrirse a mis pies.
Me habían llegado rumores de ejecuciones de brujas, de juicios a pueblos enteros, la Inquisición comenzaba su andar. Antes de salir de casa encendí cuatro velas negras y puse mi destino en manos de mi amante tenebroso.
Llegué a casa del prohombre seguida de la mayor parte de mi familia, cuando las puertas se cerraron detrás de mí, ellos permanecieron en la calzada a pesar de las amenazas de los sicarios del gobernador y allí se quedaron hasta la conclusión del juicio y su posterior sentencia.
Me recibió sentado en una especie de trono profusamente adornado con pedrería, dos enormes perros le flanqueaban. En cuanto pisé la estancia los mastodónticos guardianes me enseñaron los colmillos al tiempo que rugían amenazas, de sus bocazas rezumaban espesos ríos de baba, parecían deseosos de clavar sus dientes en mi carne. Muy bajito y con mucha precisión pronuncié una maldición y con la última palabra ambos animales cayeron al suelo revolcándose en su baba y lanzando lastimeros aullidos de dolor, el gobernador me miró entre asustado y sorprendido, levantó su dedo acusador y silabeó: BRUJA, eres una BRUJA ¡prendedla!
No me resistí, dejé que me llevaran a las mazmorras.
Llevaba una semana encarcelada cuando el gobernador hizo público un edicto por el que condenaba la práctica de la brujería y comunicaba la inmediata detención de cuantos tuvieran alguna relación por tenue que fuera con la hechicería.
Luego vino toda la parafernalia típica de estos casos. El gobernador deseoso de ganar méritos se erigió en Gran Inquisidor. Llegó a la celda acompañado por dos ejecutores. Uno de ellos llevaba la cara cubierta con una máscara pero a través de dos agujeros se adivinaba la expresión de sus ojos: se regocijaba.
El Gran Inquisidor me exhortó a abjurar de mis creencias, Rezó por la salvación de mi alma y dio la orden para empezar la ceremonia de redención. Aun suponiendo que hubiera querido plegarme a sus órdenes no hubiera podido hacerlo ya que me mantenían atada al potro y amordazada.
Rápidamente pasaron a la acción. Mientras el Gran Inquisidor salmodiaba una oración, el verdugo sacó unas tenazas al rojo vivo y las aplicó sobre la cicatriz que recorría mi cuerpo, esperaba aterrorizada el contacto con el instrumento, no quería gritar, ni suplicar, no quería pedir clemencia y no tuve que hacerlo.
Él, el odiado, el repudiado, el que produce asco y miedo me libró del suplicio, vino hasta mi y tomó mi alma inmortal en sus brazos alejándome de aquel lugar, nos sentamos muy juntos a contemplar ese horror al que los hombres cultos, los hombres castos, esa masacre a la que eminentes y doctos hombres llamaron “juicio justo”.
Yo veía mi cuerpo desnudo sobre el potro y les veía y les oía a ellos gritando ¡Arrepiéntete, arrepiéntete! Y por encima de sus voces oía mis alaridos, gritos de insufrible dolor. La tramoya, el escenario, los decorados, los intérpretes, el sonido, todo estaba ahí, todo menos yo.
Vi como destrozaban concienzudamente mis piernas con un gran mazo acabado en puntas romas, golpeaban mis articulaciones que caían desmadejadas e inútiles, vi como mis hermosas uñas eran arrancadas de cuajo convirtiendo mis manos en sanguinolentos pingajos. Vi mis ojos cegados por ardientes chorros de aceite hirviendo, vi mi intimidad repetidamente violada por los enhiestos miembros de los verdugos, vi una glotona rata meterse en mi vientre, vi en definitiva como reducían mi cuerpo a una masa amorfa de carne, humeante de sangre, en una despellejada muñeca informe mientras sonaban atronadores los gritos del Gran Inquisidor ¡Arrepiéntete, arrepiéntete, arrepiéntete! Vi todo eso y mucho más mientras sentía el cálido abrazo del Príncipe, mientras en susurros me confortaba asegurándome la eternidad para mi venganza, mientras sus pelos rozaban mi piel haciéndome desear que me poseyera, que poseyera ese cuerpo que yacía roto sobre el potro y flotaba ávido de amor y de caricias unos metros por encima del Gran Inquisidor.
Cuando mi voz, la voz del cuerpo torturado no era más que un estertor, “los justos” decidieron que la hoguera era el remedio que quedaba para recuperar mi pérfida alma, soltaron los correajes que me unían al potro e intentaron ponerme de pie, naturalmente ese cuerpo, mi cuerpo cayó al suelo, no tenía un solo hueso sobre el que sostenerme, astillas de ellos perforaban mi carne sobresaliendo groseramente, me levantaron como pudieron, cada vez que me incorporaban una parte de mi quedaba prendida entre sus manos, la carne se separaba del hueso y los huesos se convertían en polvo, no tenían por dónde asirme, finalmente colocaron una tabla debajo de mis despojos y me cubrieron con una sábana. Así me sacaron a la calle en pública exposición. Yo era la prueba palpable del resultado de una contumaz conducta respecto al ejercicio de la brujería.
Me llevaron hasta el centro del pueblo, habían erigido una tarima y acababan de amontonar leña sobre ella, me amarraron a la tabla y clavaron esta al poste que se elevaba entre la leña, gritaron una vez más el consabido arrepiéntete y luego sin más preámbulos prendieron fuego.
Contemplé el espectáculo. Era dantesco. Las llamas lamían mi carne, arrugaban la piel que quedaba, los cabellos me ardían, reventaron mis ojos y de mi boca brotaban maldiciones mezcladas con alaridos.
Me arrebujé contra Mi Señor buscando el calor natural de su cuerpo como huyendo del calor asfixiante de la hoguera. Mientras mi cuerpo allá abajo se consumía y lanzaba vaharadas de mareante tufo, yo aspiré el fragante aroma a macho cabrío que despedía su pecho.
Juré entonces que volvería y la mirada rojo-amarillenta de sus ojos fue la confirmación. Aquí estoy. Vosotros quizás no sabéis que descendéis de esa raza de sanguinarios pero yo sí, yo sé cuáles de vosotros vais a pagar con creces el daño que me hicisteis, el daño que hicisteis a mucha otra gente. Porque mi tormento no fue un caso aislado, erais y seguís siendo los poderosos, los dictadores, los caciques. Todo aquel que se erige en señor de los destinos de otros. Todo aquel que propicia las felonías de los poderosos. Os he seguido. Sé cuáles y cuántos de vosotros pasaréis por tales padecimientos que desearéis no haber nacido. Yo lo sé ahora y desde entonces. He seguido vuestras estirpes.
Te conozco descendiente directo de aquellos que me prendieron.
Te conozco tataranieto de aquel verdugo de ojos vidriosos y a ti y a vosotros, gentes que sois familia de aquel malnacido Inquisidor. Los genes no cambian, todos seguís siendo viles, egoístas, sanguinarios, torturadores, avaros, trepadores, crueles, inhumanos y yo os maldigo.
A partir de hoy caerá sobre vosotros toda suerte de desdichas, las plagas de Egipto van a ser pálidos reflejos de cuanto os acontecerá desde hoy hasta que no queden vestigios de vuestra ralea sobre la faz de la tierra.
¡Oh! Príncipe. YO TE CONJURO SEÑOR DE LO OSCURO PARA QUE SE HAGA JUSTICIA. ¡DESTRUCCIÓN Y MUERTE!
La venganza está servida



No hay comentarios: