lunes, 23 de noviembre de 2009

ENEA (1)



El cancerbero cierra las rejas del cementerio. La jornada ha sido particularmente inactiva. Sólo tres nuevos inquilinos han llegado para ocupar sus últimas y definitivas moradas.
Después de que las cadenas afirmen la cancela de entrada un silencio mortal ocupa el lugar. Es un silencio palpable de tan espeso. Un perro quizás llorando a su amo muerto, ulula levantando el hocico. Un lamento largo, triste.
Algo rebulle detrás de una lápida. La oscuridad nocturna, levemente rasgada por unos tímidos rayos lunares, envuelve unos furtivos movimientos. Un roce metálico altera el silencio. Los habitantes de tan lúgubre hotel no sienten su largo sueño alterado. Tampoco los restos mortales, ahora visibles, de una hermosa mujer sufren por la violación a que son sometidos. Es carne muerta, carne que empieza a incubar otra vida en su interior; gusanos.
Muy a lo lejos unos alegres sonidos imprimen a la escena que se desarrolla ante nadie, un aire aun más irreal, Un bulto, que recuerda a un hombre, trabaja afanosamente. La hermosa mujer es izada de su ataúd. Sus brazos caen lacios a los costados. El sudario, de blanca seda, se mece a impulsos de la suave brisa. Sus largos cabellos color oro viejo acarician la tierra recién removida. Un largo beso cubre los labios muertos, el frio marmóreo no arredra al hombre que deposita otro beso en las mejillas del cadáver.
Con furtivo caminar se aleja de la tumba que en nada demuestra haber sido abierta. Flores frescas se apoyan en la lápida que reza la siguiente inscripción:
Enea, bella y dulce esposa
De mi amor acompañada
En tanto me esperas, reposa
Tu amante esposo
Los cascos del caballo esparcen ecos en la noche negra, un carruaje se aleja envuelto en sombras mientras por la entornada ventanilla la punta de un sedoso sudario parece despedirse al camposanto.
Con su carga a cuestas trota el caballo aguzado por su conductor que parece ansioso por llegar a su destino. Pasa el tiempo y el amanecer con sus largos brazos abre el horizonte pugnando por salir a saludar al mundo e iluminarlo de luz. Una alondra anuncia el nuevo día mientras el carruaje elude la luz ocultándose en un oscuro portalón que niega la entrada al sol. Olvidémonos del mundo exterior. Fijemos nuestra atención en el mundo interior y en la escena que en él se desarrolla.
Baja el conductor del pescante, suelta los correajes del noble bruto y luego con paso tardo, midiendo la distancia que le separa de la puerta del carruaje, se acerca a él parece deleitarse de antemano con lo que en él le aguarda.
Se desembaraza del sombrero de gran ala que le oculta el rostro y de la capa que le envuelve el cuerpo.
Es una abominación, un engendro, un monstruo de imposible contemplación.
Su cabeza abombada en la frente es enorme, parece sostenerse directamente sobre los hombros. Uno de sus ojos no existe y en su lugar hay un muñón de carne enrojecida que temblequea al ritmo del pestañeo del otro ojo. Este, su único ojo es quizás lo más reconocible de este deforme esperpento, es un ojo grande y refleja bondad. La contemplación de este ojo, si pudiéramos olvidarnos del resto, nos induciría a la compasión, a la ternura hacia su dueño, pero este fugaz pensamiento desaparece en cuanto ampliamos la visión y nuestra retira es golpeada por tan infame aparición. Una retorcida porción de carne hace las veces de nariz, está cubierta de venas que parecen próximas a reventar y deja escapar una humedad pegajosa que resbala hacia la boca.
¡Ah! ¡Dioses de todos los tiempos! ¿Cómo habéis permitido que semejante aborto, que éste remedo de ser humano conviva entre los hombres? La boca ¿Qué boca se preguntaría quien lo viera? Un oscuro tajo ocupa el espacio entre las dos replegadas orejas, carente de dientes y eternamente babeante. La saliva resbala y cae directamente en el húmedo suelo, no hay barbilla que la detenga.
El engendro respira roncamente se acerca a la puerta pone su verrugosa mano sobre la manilla y muy lentamente la abre.
A pesar del olor a tumba que le golpea una sonrisa, si así se le puede llamar, acude a su rostro.
Enea se halla en brazos de la muerte, pero a él no le importa, la toma muy suavemente en los suyos y meciéndola la abraza contra su giboso pecho. Una lágrima se escapa de su único ojo, una lágrima que cae sobre la melena del cadáver mezclándose con sus cabellos.
La palidez mortal de Enea la asemeja a una muñeca de cera, sus mejillas empiezan a hundirse. El ser deposita un beso en los ojos de la muerta y con precaución casi con respeto acerca el agujero infame que es su boca a los rígidos labios. No llega a tocarlos parece temeroso de turbar su sueño.
De pronto el ser parece despertar. Oprime contra sí el cuerpo inerte y mira receloso a su alrededor. ¡Ningún poder mortal o divino se atreverá a quitarle su trofeo!

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