lunes, 23 de noviembre de 2009

ENEA (2)



Todavía receloso camina renqueando hacia una puerta al fondo de la lúgubre cochera. Abre y empieza a subir por una estrecha escalera de empinados peldaños. Ni por un momento ha dejado de estrechar a Enea contra sí.
Subiendo penosamente llega a un amplio salón. Espesos cortinajes cubren todas las ventanas. Un enorme candelabro esparce una tenue penumbra. En un rincón ricamente adornado hay un piano. Una partitura se abre su teclado que también abierto simula una enorme sonrisa desdentada con sus teclas negras como negros huecos.
El ser se acerca a un pesado sofá de negro terciopelo y deposita con ternura su fría carga. Se arrodilla junto a ella, coloca las lacias manos sobre el femenino regazo, peina los cabellos con sus torpes zarpas y finalmente forzando su timidez pasa sus dedos sin uñas por la tensa piel del rostro de la mujer.
Pasa las horas. El engendro despierta del sueño agitado que le mantenía junto al cadáver, acurrucado y con la cabeza apoyada al lado de cabeza muerta.
Parece presa de una gran excitación. Mira con ojo vigilante la expresión de la mujer. Una infame tirantez empieza a dejar entrever los níveos dientecitos. Hay que darse prisa. ¡Maldita vieja, tu guadaña ha segado esta vida en flor y ahora quieres apresurar su destrucción pero no te lo voy a permitir! No ha pronunciado una sola palabra pero su pensamiento parece tomar forma en el pesado ambiente del salón.
Correría si pudiera hasta su laboratorio situado en las habitaciones del piso superior, pero su inútil pierna se lo impide, sólo consigue arrastrar su informe cuerpo con desesperante lentitud. Al fin ya arriba frente a una puerta de sólida construcción, sin tomar el aliento que ha perdido en la ascensión por la escalera, irrumpe en la habitación, ésta se halla repleta de burbujeantes redomas y humeantes vasijas.
Mezcla líquidos, combina, gotas de aquí, gotas de allí. No consulta ningún libro, Trabaja rápido y con seguridad. Unos minutos han bastado. El bebedizo que contiene la dorada copa obrará el milagro.
Todavía resuella cuando inicia el retorno a la sala donde reposa Enea. Ya se halla junto a ella. Deposita en el suelo la copa y rebusca en su deshilachada chaqueta. Una preciosa cucharilla cuajada de gemas aparece entre sus retorcidos dedos.
Toma de nuevo la copa y recoge unas gotas del preciado líquido con la cucharilla. Su pulso tiembla pero no derrama ni una gota. Apoya levemente la cuchara en la boca muerta y derrama el líquido en ella.
Repite esta acción hasta que la copa queda vacía. Luego se retrae y se aleja hasta el rincón más oscuro de la sala. Se deja caer en un sillón y fija su mirada en el sofá y en el cuerpo que sobre él reposa.
El tiempo parece detenerse. El engendro contiene el aliento. El silencio es total.
¿Un movimiento? El ser aguza la vista, es difícil penetrar la oscuridad en que se desarrolla la escena. Pero sí. El ser observa con fervor los torpes movimientos que ejecuta una de las manos de Enea.
Si pudiera gritaría su alegría pero la naturaleza no le otorgó la gracia de unas cuerdas vocales con las que modular hermosas frases de amor, ni tampoco una lengua, es un engendro una carcasa vacía. Se retuerce las manos convulsivamente. El proceso se ha iniciado.
Enea parpadea no consigue abrir los ojos completamente. Levanta una mano que cae de nuevo pesadamente, son manos muertas, manos de blanquecina piel, manos de uñas violáceas, toda ella conserva la impronta de la muerte.
Su rostro es esperpéntico a pesar de su hermosura. Sigue siendo una belleza pero produce repulsión. Profundos surcos rodean sus ojos muy hundidos en las cuencas. La lividez del rostro espanta. Y sus labios. ¡Oh! Esos labios que antes invitaban al beso, ahora mantienen un rictus que más parece una mueca de dolor que una sonrisa. Están distendidos, permiten adivinar la perfecta dentadura tras ellos, pero se diría que están próximos a desgarrarse de tan rígidos que se mantienen. Y lo más terrible es el olor. Un olor penetrante que invade la estancia y se filtra en todos los rincones. Olor a tierra podrida, a tumba, a muerte.
El ser aspira fuertemente ese olor. No le importa. Se da cuenta de que ha tardado demasiado tiempo en revivirla. Su pócima devuelve la vida pero mantiene los síntomas de muerte que ya se hayan instalado en el cuerpo.
 El ser sabe todo esto, como sabe también que Enea ha perdido su capacidad de raciocinio, será una especie de vegetal para el resto de sus días.
Enea se incorpora, mira al frente, su mirada está vacía de significado, su mente no hilvana ningún pensamiento.
El ser se sitúa con temor donde ella pueda verlo, ella le ve,  le mira, le observa y no reacciona. Su mirada sigue clavada en él, no muestra ningún signo de rechazo.
El engendro solloza y cae postrado de rodillas frente a ella, recoge la punta del sudario y lo besa, unos granos de tierra se pegan a su boca, levanta la vista y tira del ropaje que cae livianamente al suelo a los pies de Enea mostrando su total desnudez.
El ser posa una mano sobre el pecho de la mujer que le deja hacer sin mover un músculo.
Una incontenible alegría recorre las venas del engendro ¡Por fin! Alguien acepta su fealdad, su horror, no será amado, pero amará, cuidará de una mujer y esta no le rechazará. ¡El mundo le ha negado hasta ahora y ha sufrido como nadie puede llegar a comprender, pero ya no importa! ¡Él rechaza al mundo! ¡Él niega la existencia del mundo, no existe más que lo que encierran las paredes de su casa!
Pero el destino está escrito en el cielo y en las olas del mar y en las rocas del camino y ese cruel e irónico destino ha llevado los errabundos pasos de un hombre hasta una estrecha rendija entre los espesos cortinajes de las ventanas.




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